"Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios, que él había antes prometido por sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo (que fue hecho de la simiente de David según la carne: el cual fue declarado Hijo de Dios con potencia, según el espíritu de santidad, por la resurrección de los muertos), de Jesucristo Señor nuestro, por el cual recibimos la gracia y el apostolado, para la obediencia de la fe en todas las naciones en su nombre, entre las cuales sois también vosotros, llamados de Jesucristo: a todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados santos: Gracia y paz tengáis de Dios nuestro Padre, y del Señor Jesucristo." (Romanos 1:1-7)
En esta oportunidad quería compartir con ustedes algunos párrafos del libro "Carta a los Romanos" escrita por el pastor E.Waggoner acerca de cual es el evangelio que Pablo fue llamado a predicar. ¿Cómo nos afecta este mensaje a nosotros? Veamos que nos dice:
El evangelio de Dios.–
El apóstol afirmó que había sido "apartado para el evangelio de
Dios". Es el evangelio de Dios "acerca de su Hijo". Cristo es
Dios y por lo tanto el evangelio de Dios al que se refiere en el primer
versículo de la epístola, es idéntico al "evangelio de su Hijo"
señalado en el versículo 9.
Demasiadas personas separan al Padre y al Hijo en la obra
del evangelio. Muchos lo hacen inconscientemente. Dios el Padre, tanto como el
Hijo, es nuestro Salvador. "De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a
su Hijo unigénito" (Juan 3:16). "Dios estaba en Cristo
reconciliando el mundo a sí" (2 Cor. 5:19). "Y consejo de
paz será entre ambos a dos" (Zac. 6:13). Cristo vino a la tierra como
representante del Padre. Quien veía a Cristo, veía también al Padre
(Juan 14:9). Las obras que Cristo hizo, eran las obras del Padre, quien
moraba en Él (Juan 14:10).
Hasta las palabras que hablaba eran las palabras del
Padre (Juan 10:24). Cuando oímos a Cristo decir: "Venid a mí todos
los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar", estamos
oyendo la invitación llena de gracia de Dios el Padre. Cuando contemplamos a
Cristo tomando a los niñitos en sus brazos y bendiciéndolos, estamos
presenciando la ternura del Padre. Cuando vemos a Cristo recibiendo a
pecadores, mezclándose con ellos, comiendo con ellos, perdonando sus pecados y
limpiando a los despreciados leprosos mediante su toque sanador, estamos ante
la condescendencia y compasión del Padre. Hasta cuando vemos a nuestro Señor en
la cruz, con la sangre manando de su costado herido, esa sangre por la que
somos reconciliados con Dios, no debemos olvidar que "Dios estaba en
Cristo reconciliando el mundo a sí", de forma que el apóstol Pablo pudo
decir, "la iglesia de Dios, que adquirió mediante la sangre del propio
(Hijo)" (Hech. 20:28, N.T. Interlineal).
El evangelio en el Antiguo Testamento.– El evangelio de Dios para el que el apóstol Pablo afirmaba
haber sido apartado, era el evangelio "que él había antes prometido por
sus profetas en las santas Escrituras" (Rom. 1:2); literalmente, el
evangelio que Él había previamente anunciado o predicado. Eso nos muestra que
el Antiguo Testamento contiene el evangelio, y también que el evangelio en el
Antiguo Testamento es el mismo que en el Nuevo. Es el único evangelio que el
apóstol predicó. Puesto que eso es así, a nadie debería extrañar que creamos el
Antiguo Testamento, y que lo consideremos con la misma autoridad que el Nuevo.
Leemos que Dios "evangelizó [anunció de antemano la
buena nueva] a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones"
(Gál. 3:8, entre
corchetes: N.T Interlineal). El evangelio
predicado en los días de Pablo era el mismo que se predicó a los Israelitas de
antaño (Ver Heb. 4:2). Moisés escribió sobre Cristo, y tanto del evangelio
contienen sus escritos, que alguien que no crea lo que Moisés escribió, no
puede creer en Cristo (Juan 5:46,47). "A éste dan testimonio todos los
profetas, de que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por
su nombre" (Hech. 10:43).
Cuando Pablo fue a Tesalónica, solamente disponía del
Antiguo Testamento, y "como acostumbraba, entró a ellos, y por tres
sábados disputó con ellos de las Escrituras, declarando y proponiendo que
convenía que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos"
(Hech. 17:2,3).
Timoteo, en su juventud, no disponía de otra cosa que no
fuese los escritos del Antiguo Testamento, y el apóstol Pablo le escribió:
"Persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién
has aprendido; y que desde la niñez has sabido las sagradas Escrituras, las
cuales te pueden hacer sabio para la salud por la fe que es en Cristo
Jesús" (2 Tim. 3:14,15).
Por lo tanto, ve al Antiguo Testamento esperando
encontrar allí a Cristo y su justicia, y serás hecho sabio para la salvación.
No separes a Moisés de Pablo, a David de Pedro, a Jeremías de Santiago, ni a
Isaías de Juan.
La simiente de David.–
El evangelio de Dios es "acerca de su Hijo, que fue hecho de la simiente
de David según la carne" (Rom. 1:3). Lee la historia de David, y de
los reyes que de él descendieron, que fueron los antecesores de Jesús, y
comprobarás que en el aspecto humano, el Señor estuvo tan negativamente afectado
por sus antepasados como cualquier hombre pueda jamás haberlo estado. Muchos de
ellos eran idólatras licenciosos y crueles. Aunque Jesús estaba hasta ese punto
rodeado de flaqueza, "no hizo pecado; ni fue hallado engaño en su
boca" (1 Ped. 2:22). Eso es así con el fin de proveer ánimo para
la persona en la peor condición imaginable de la vida. Es así para mostrar que
el poder del evangelio de la gracia de Dios triunfa sobre la herencia.
El hecho de que Jesús fue hecho de la simiente de David
significa que es heredero del trono de David. Refiriéndose a ese trono, dijo el
Señor: "será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu
rostro; y tu trono será estable eternalmente" (2 Sam. 7:16). El
reinado de David es, por consiguiente, consustancial a la herencia prometida a
Abraham, que es toda la tierra (Ver Rom. 4:13).
De Jesús, dijo el ángel: "y le dará el Señor Dios el
trono de David su padre: y reinará en la casa de Jacob por siempre; y de su
reino no habrá fin" (Luc. 1:32,33). Pero todo ello implicaba también que
llevaría la maldición de la herencia, sufriendo la muerte. "Habiéndole
sido propuesto gozo, sufrió la cruz, menospreciando la vergüenza"
(Heb. 12:2). "Por lo cual Dios también le ensalzó a lo sumo, y dióle
un nombre que es sobre todo nombre" (Fil. 2:9).
Como con Cristo, así también con nosotros. Es mediante
gran tribulación como entramos en el reino. Aquel que retrocede ante la
censura, o que hace de su humilde condición al nacer o de sus rasgos heredados
una excusa para sus derrotas, perderá el reino de los cielos. Jesucristo vino
desde las más bajas profundidades de la humillación con el fin de que todos
cuantos están en tales profundidades puedan, si así lo desean, ascender con Él
a los lugares más exaltados.
Maranatha! (En las próximas publicaciones estaremos compartiendo más sobre Carta a los Romanos, Bendiciones!)
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